martes, 11 de marzo de 2008

Una viaje de ida

Diego vivía cerca de mi casa, de mi casa anterior porque después me mudé. Eramos casi vecinos y yo nunca me había dado cuenta. Con un poco de ingenio y contactos conseguí su dirección exacta, estaba a tres cuadras de mi casa y me quedaba de paso a la vuelta del colegio.

Al año siguiente de haberlo conocido, cuando me empecé a enamorar de él, volví al club en verano pero ya no a la colonia sino que iba a la pileta y a juntarme con los amigos que me había hecho. Él estaba siempre ahí, trabajando. Yo lo miraba, él me saludaba y yo era feliz. Empezaron las clases ese año y yo dejé de ir al club así que lo dejé de ver todos los días. Por eso había ideado el plan de pasar todos los días por la puerta de su casa que ya sabía dónde era y, en una de esas, me lo cruzaba en la calle. Eso pasó una sola vez en dos años.

El teléfono de Diego lo tenía. En la colonia se habían asegurado que nuestros padres tuvieran los números de teléfono de todos los profesores y del ayudante, por las dudas. La lista estaba en mi casa al alcance de cualquiera que la necesitara, muy al alcance de los niños. Este es el comienzo de la peor parte: podría decirse que me hice adicta a llamarlo por teléfono. Y cortar, obviamente. Me parecía que estaba bien hacer eso, que algún día lo iba a conquistar por hacer eso pero ¡estaba completamente loca! Nunca hablé, no al principio. Solamente una vez me animé a hablar y fue la peor idea que pude haber tenido. Arrunié todo lo que, creía, estaba perfecto. Me lastimé, me escondí en mi misma. Todo para nada porque ni las llamadas anónimas ni eso, ni nada hizo que Diego se fijara en mi.

1 comentario:

LGS dijo...

Yo envie cartas de amor cuando era chico... Luego no sé que pasó, supongo que solo sabiamos dar el primer paso y, por desconocimiento, noi idea de que seguia después... asi que todo quedó ahi. Ni recuerdo si fui correspondido... no obstante, de vez en cuando veo a la chica y me pega cierta nostalgia.

A!